Propuesta de evaluación para modelos híbridos desde la tecnología educativa

Propuesta de Evaluación para Modelos Híbridos

Mtro. Walberto Alexis Flores Fuentes

El Autor

Actualmente es Coordinador de Tecnología Educativa en el Highlands International School San Salvador, colegio perteneciente a la Red Semper Altius. Licenciado en Filosofía por la Universidad Centroamericana (UCA) en El Salvador. Maestro en Educación por la Universidad Anáhuac México Norte. Se ha certificado como educador con Apple, Google y Microsoft. Actualmente está en su tercer año del Doctorado en Educación.

    Resumen

La evaluación es inherente a la educación, pero los nuevos entornos, en particular el híbrido, han planteado retos que nos han hecho cuestionarnos la forma y medios a través de los cuáles realizar la evaluación. En el presente artículo se busca reflexionar sobre las implicaciones, motivos y perspectivas que deben primar al momento de diseñar las evaluaciones, así como consideraciones clave al momento de realizarlas.

“¡Hemos perdido estos dos años!” ¿Han escuchado alguna vez expresiones similares o en esta línea? Probablemente sí, lo cierto es que la pandemia por Covid-19 puso en jaque a todos y en todo: economía, política, migración, educación. Toda la “antigua normalidad” se vio confrontada por este fenómeno del cual todavía quedan ríos de tinta por escribir y, más aún, verdades ―cómodas o incómodas― por descubrir.

El Modelo Híbrido

La intención de este artículo es reflexionar sobre las experiencias de aprendizaje en un entorno híbrido con el fin de revisar los principios que guían los planteamientos para evaluarlas. No se trata pues de un juicio sumario a la educación, sino a una pausada y concienzuda reflexión de lo que aún podemos hacer en educación. Se parte de la siguiente consideración: la educación híbrida no se reduce a la mezcla de entornos síncronos o asíncronos, sino muy en la línea de lo que la Dra. Garduño presentó en el número 5 de esta revista con el título “La enseñanza híbrida: aspectos y metodologías”. El apelativo de “híbrido” implica contenidos, actores, recursos, momentos y espacios, de modo que la educación híbrida más que una condición a padecer por la pandemia es una oportunidad para ayudar a crecer a nuestros alumnos particularmente ahora que hay atisbos de la nueva normalidad.

Consideremos pues sólo uno de estos aspectos: el uso de los recursos. El aula invertida, el aprendizaje diferenciado y estrategias afines ya estaban presentes en la teoría educativa ―ojalá también en la práctica―, de nuestras instituciones antes de la pandemia, pero ahora tuvieron un rol protagónico que nos permitió experimentar las oportunidades latentes para nuestros alumnos. No son pocos los casos y experiencias que podemos evocar cuando pensamos en los alumnos que probablemente en el salón no hablaban o participaban, a los cuales hemos descubierto en el chat; o en los alumnos que parecen navegar en el apacible mar de “mejor pregúntele a otro”, pero que con la tecnología creado videos, proyectos o actividades que les han hecho brillar. Tampoco vamos a ser tan cándidos en nuestra percepción, si bien hemos descubierto alumnos, también hay otros que hemos perdido. La situación no es única, pero sí nuestra vivencia y vocación probada en el fuego, porque si después de todo esto seguimos siendo maestros, no hay duda del calado de la vocación que nos hermana.

Ahora bien, si el aprendizaje híbrido es el entretejerse de recursos y metodologías, sea que los alumnos estén frente a nosotros de forma presencial o no, y sabemos de las oportunidades y retos que esto nos brinda, hay todavía una labor pendiente a considerar: cómo evaluar los aprendizajes en los entornos híbridos.  

¿Qué es evaluar?

Una pausa aquí es indispensable, pues generalmente pensar en evaluar es pensar en calificar. Evaluar implica calificar, pero no se agota en ello. De hecho, la evaluación está en el corazón de la auténtica educación. En este sentido, Charles Monereo afirma: “Dime qué y cómo evalúas y te diré que visión de la educación tienes”.[i] En este contexto no hay que perder de vista que la educación no se restringe a contenidos curriculares, se trata de procesos de formación integrales. La escuela, la familia y el alumno integran el triángulo de la confianza, sin el cual, no hay educación auténtica porque no transforma de manera significativa a la persona sin la participación activa de las tres partes mencionadas.

De ahí que evaluar los aprendizajes en entornos híbridos no sea un mero ejercicio de revisión de herramientas o aplicaciones para calcar prácticas anteriores, sino un auténtico gimnasio de la virtud en el que cuestionamos qué entendemos por evaluación.

Para Tobón, la evaluación es un proceso integral, complejo y ético.[ii] Es integral porque se forma a la persona, no sólo en sus conocimientos, sino también en sus habilidades, procesos y actitudes; es complejo porque no se trata sólo de que el docente pondere una nota dentro de una escala, ya sea para acreditar o para validar; y es ético porque debemos estar atentos a las dinámicas subyacentes al ejercicio del poder que pueden existir al momento de aplicarla. Seamos más diáfanos: en ocasiones, la evaluación se transforma en un mecanismo de control, en el subterfugio donde yo, como adulto, impongo mis formas de pensar y valores a otros sacrificando el diálogo o la razón, porque siempre será más fácil indicar que razonar. Muchos docentes tenemos alguna anécdota o sabemos de alguna vez en la que el grupo se salió de control y entonces se recurrió a la frase: “saquen una página, vamos a hacer un examen”. Es un momento de total desasosiego donde una prueba escrita parece el recurso para retomar el control, pero perdemos de vista que, para que eso haya ocurrido, han sucedido múltiples situaciones en las que, en el fondo, no hemos comprendido ni conocido a nuestros alumnos.

Evaluar los aprendizajes, sea en entorno híbrido o en la antigua normalidad, es una práctica que siempre puede mejorar. Por ejemplo, pensemos en la evaluación según la persona que la aplica. La teoría nos dice que es posible hablar de autoevaluación, coevaluación y heteroevaluación. Además, según el momento que se aplique tenemos la evaluación diagnóstica si es al inicio, formativa si es durante el proceso y sumativa si es al final de este; pero también está lo que se evalúa: conocimiento, procesos y actitudes. Si se piensa en la evaluación tradicional, generalmente es el docente (heteroevaluación) quien al final de un proceso (evaluación sumativa) aplica una evaluación (usualmente sobre conocimientos). Si lo vemos en perspectiva, nos daremos cuenta de que, dentro del hecho educativo, de todas las posibilidades existentes ―tres personas, tres momentos, tres enfoques de contenidos―, lo usual es solo tres de las nueve existentes. Es decir, atendemos solo a un tercio de todo lo que se podría evaluar.

Lo anterior sucede dentro de las cuatro paredes del salón, pero la pandemia y la educación híbrida nos recuerdan que “el mundo se ha convertido en el salón de clase, y el salón de clase se ha convertido en el mundo”,[iii] lo cual nos debe hacer considerar que evaluar, es decir, emitir un juicio de valor sobre algo, refiere siempre a parámetros y en la educación lo que buscamos es la formación integral de la persona, de modo que no ocurre de forma exclusiva, ni se reduce a ello. De aquí viene el término que en nuestra Red Semper Altius se suele nombrar como “el triángulo de la confianza”. La escuela, la familia y el alumno integran el triángulo de la confianza, sin el cual no hay educación auténtica, porque no se transforma de manera significativa a la persona si no es en relación con otras personas y con los pies en la tierra entorno a su realidad y contexto

A comprender de la evaluación:

Lo anterior plantea el reto de comprender a la evaluación de forma integral. Transitar de “la evaluación del aprendizaje”, a “la evaluación para el aprendizaje”, a finalmente, “la evaluación como aprendizaje”. No se trata de un juego de palabras sino de una integración gradual y sinérgica sobre la cual conviene reflexionar un poco más. Hablar de la evaluación del aprendizaje es habitual, pues enseñamos y queremos saber lo que nuestros alumnos aprendieron. Bien sabemos que este fenómeno no es unilateral, pues tanto el que enseña aprende como el que aprende también enseña. Un paso más se da cuando pensamos en la evaluación para el aprendizaje, es decir, nos damos cuenta de que la primera no es un momento final o aislado del proceso, sino que se integra como “parte” del aprendizaje. Es una instancia en el camino, pero también, es más.  Es aquí donde tenemos que sopesar la realidad y reto de la evaluación. No es pues lo último que hacemos, ni parte de lo que hacemos, sino que es algo esencial a lo que hacemos.

Enseñar-aprender es un binomio inseparable de la evaluación, pues cómo podemos saber si logramos lo que queríamos, cómo tendría razón y sentido esta profesión a la que nos hemos consagrado si al final del día nos conformamos con pensar “bueno, yo imagino que aprendieron”. No nos basta y no nos debe bastar. Las evidencias de aprendizaje nos permiten emitir un juicio sobre los contenidos, proceso y actitudes que han emergido, que se han fraguado en cada uno de los alumnos. De hecho, tampoco nos basta con pensar, “bueno, evaluaré a unos tanto y supondré que los demás están igual”.

No, la evaluación auténtica tiene que ser personal e indelegable, porque así es en esencia aprender: una de las tantas cosas que nadie puede hacer por nosotros. No obstante, no sólo se evalúa para saber lo que se sabe, sino para poder orientar sobre lo que falta por aprender y las oportunidades que no hay que dejar pasar. De ahí que evaluación y realimentación ―retroalimentación para otros autores― sean elementos que van de la mano, porque, si de verdad nos interesa la formación integral, qué sentido o valor puede tener un ocho en español, o un siete en matemáticas. Es decir, el aprendizaje ―por convenciones universales del sistema― requiere un valor numérico, pero nadie se reduce a ese número ni debe vivir bajo la sombra de ese número como si todo su potencial o valor como persona se pudiera reducir a ello. Sin embargo, eso pasa y a veces las familias discuten y se conflictúan por una nota, como si ella fuera una causa y no más bien un efecto. Aunado a esto, nosotros en las salas de maestros llegamos a hacer escarnio de quien no logra lo que otros sí; como en la metáfora del reto de la selva, el mono, el elefante, el pez y otros animales, pedimos a todos lo mismo sin reconocer lo propio de cada uno. “Si juzgas a un pez por su habilidad para escalar un árbol…”.

Las materias y la diversidad del conocimiento existen, son reales. Con la figura anterior no buscamos suponer que el conocimiento general no valga la pena, pero sí que nuestras formas de evaluar siempre son susceptibles de mejora. Se atribuye a William Kelvin ―Lord Kelvin, sí, la persona por la cual existe la escala de temperatura con el mismo nombre― la frase: “Lo que no se define, no se puede medir”. Esta expresión tiene sentido también en la educación pues la evaluación requiere de esos parámetros a fin de poder llevarse a cabo. En otras palabras, requiere de criterios claros, medibles, comunicados y comprendidos con el fin de que el alumno pueda orientar su proceso de aprendizaje y desarrolle las competencias y conocimientos que se esperan de él. Suena lógico, ¿verdad? Sin embargo, en mi experiencia como consultor educativo invitado por Cognia para visitar colegios en distintas partes del mundo, no ha sido extraño encontrarme observando clases en las que, al preguntarle al alumno cómo será evaluado, su mirada me grita: ¿De qué me está hablando? La evaluación no sólo requiere parámetros, sino que esos parámetros sean conocidos, comprendidos e interiorizados por el alumnado. Caso contrario, el riesgo de perderse en el camino del aprendizaje es muy alto.

¿Por qué y para qué quiero evaluar?

Entonces, ¿por qué y para qué quiero evaluar? Las preguntas parecen sinónimas más no lo son. “Por qué” apela a motivos generalmente vinculados al pasado o al contexto cercano: ¿Por qué evalúo? Porque tengo que registrar notas, porque quiero saber lo que saben, porque voy a pasar a otro tema… Más el “para qué” apela al futuro, proyecta la misión que tenemos como educadores: para orientar el aprendizaje, para dar realimentación, para ajustar el diseño de mi clase, etc. Ahora bien, hemos reconsiderado los entornos híbridos y las implicaciones de la evaluación, pero, respecto a la tecnología ¿existen auténticas ventajas en su uso, o más bien priman los riesgos?

El primer paso aquí, y perdón lo folklórico de la expresión, es “no poner la carreta frente a los bueyes”. Lo que debe estar muy claro, independientemente de si se usa la tecnología, o si se evalúa de forma presencial o virtual, síncrona o asíncrona, etc., es saber qué quiero evaluar, cuáles aprendizajes espero visibilizar. Luego, de todo el abanico de posibilidades, debemos pensar cuál evidencia de aprendizaje es la más pertinente para lo que busco evaluar.

 

Pongo un ejemplo coloquial. Doy clases de cocina y hoy enseñamos sobre cómo hacer un omelet. Pues bien, yo podría pedirles un ensayo sobre el omelet, o quizá un dibujo, 

tal vez podría hacer una representación 3D, ahora que el metaverso está tan en boga, pero no.

¿Qué es lo más vinculado a lo que enseñé? Podría ser un vídeo de una sola toma del alumno haciendo un omelet, o que haga un omelet durante la clase al mismo tiempo que sus otros compañeros. Al considerar qué se quiere evaluar y cómo se visibiliza, se tiene que dedicar tiempo a que los alumnos comprendan cómo será evaluada esa evidencia.

Qué criterios son indispensables y cuáles deseables puede ser un cuestionamiento que nos tome un poco de tiempo resolver. 

Al final del día todos los docentes, por el mismo amor que le tenemos a nuestras materias podemos pensar que sólo lo propio de nuestras materias es valioso, pero tenemos que tomar en cuenta que será valioso para el perfil de egreso de nuestros alumnos. Entramos aquí con otro elemento que, si bien puede diferir según cada institución, sí que debe ser una meta común y compartida: tener claro qué esperamos que logren nuestros alumnos al final de su ciclo escolar y no sólo del año escolar, sino de sus etapas escolares.

Puestos estos pilares, las herramientas ―tecnológicas o no― caen por su peso, pues la rúbrica la podemos completar en un documento en línea, pero si no la hemos socializado y dialogado con los alumnos de poco o nada servirá. Puede que ya tengamos una rúbrica automatizada para calcular la nota, pero sin la realimentación luego de entregarla todo el trabajo se diluirá en el entusiasmo efímero de “pasé la nota” o se hundirá en la zozobra de un “no pasé ni con la mínima”. Evaluación sin retroalimentación es sólo información. Retroalimentación sin relación es sólo una explicación, pero no será capaz de generar ninguna transformación. La auténtica evaluación tiene claro a dónde quiere llevar al alumno, sabe decirle dónde está y qué camino transitar para mejorar.

Bibliografía

Monerero, Carles, “Dime cómo evalúas y te diré cómo aprenden tus alumnos”, 28 de agosto de 2014. Consultado el 16 de mayo de 2020. Disponible en: http://blog.tiching.com/carles-monereo-dime-como-evaluas-y-te-dire-como-aprenden-tus-alumnos/

Tobón Sergio, Julio Pimienta Prieto, Juan Antonio García, Secuencias didácticas: aprendizaje y evaluación de competencias, México, Pearson Educación, 2010.

Wadhwa, Vivek y Alex Salkever, The Driver in the Driverless Car: How Our Technology Choices Will Create the Future, Berrett-Koehler Publishers, Incorporated, 2017.

[i] Carles Monerero, “Dime cómo evalúas y te diré cómo aprenden tus alumnos”.

[ii] Sergio Tobón, Julio Pimienta Prieto, Juan Antonio García, Secuencias didácticas: aprendizaje y evaluación de competencias, p. 216.

[iii] Texto original: “The world becomes the classroom, and the classroom becomes the world. This isn’t to say that the real world goes away”. Adaptación de Wadhwa, Vivek y Alex Salkever, The Driver in the Driverless Car: How Our Technology Choices Will Create the Future, Berrett-Koehler Publishers, Incorporated, 2017.

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